Después
de casi tres décadas, durante la presidencia de Donald Trump, Estados Unidos
nuevamente coloca a un país como amenaza a su primacía mundial. Hasta hace poco
no era descabellado pensar, principalmente en épocas de Obama y Hu Jintao, en
un G-2 donde China y Estados Unidos trabajarían juntos en algunos temas
globales. Pero fue Trump quien decidió finalmente visibilizar el elefante en la
sala.
Con
el fin de la guerra fría y sin un rival, el país del norte apareció como líder
indiscutido del sistema internacional. Esto significó nuevos retos y la
oportunidad de definir la política mundial: lo hizo a través del liberalismo y
la democracia. La enorme confianza en el libre comercio y el objetivo de
extender sus beneficios por el mundo hizo pensar que, si China se mantenía dentro
de cierta estabilidad política, con el paso del tiempo se iba a volcar
indefectiblemente hacia las bondades de la democracia.
Cuando
en 2013 asume Xi Jinping, el país asiático encontró finalmente un líder fuerte
y carismático, capaz de llevar adelante abiertamente sus ambiciones. Convertido
en un imprescindible del comercio internacional, el gobierno expresó el
objetivo de transformarse para el 2025, en una potencia manufacturera de alta
tecnología principalmente con el desarrollo del 5G. Además, ésta proyección se
extendió a la creación de bancos multilaterales de crédito, la Iniciativa del
Cinturón y Ruta de la Seda, una participación activa en organismos
internacionales, el aumento del gasto en defensa y la construcción de islas en el
disputado Mar de China Meridional.
En
octubre de 2017, para disgusto de quienes aún tenían la esperanza democrática, en
el XIX Congreso del Partido Comunista se agregó el pensamiento de Xi Jinping a
la Constitución, elevándolo al rango de quienes fueron los artífices de la
China moderna: Mao Tsé-tung y Deng Xiaoping. Meses más tarde, en marzo de 2018 la Asamblea Nacional
Popular aprobó una enmienda constitucional que establece la reelección
indefinida. Por
lo que Xi Jinping podrá
ser el líder del país más allá de 2023.
Uno
de los grandes interrogantes en este contexto es ¿hacia dónde se dirigirá la
política exterior estadounidense con respecto a China? Se sabrá con mayor
certeza después de las elecciones presidenciales de noviembre de 2020. Aunque
podemos empezar a trazar dos posibles escenarios: con Donald Trump o con Joe
Biden.
Si
el actual presidente continúa en el poder seguramente se profundicen hechos
como los de estos últimos meses. En los cuales se amenazó con retirarle el
trato especial a Hong Kong por considerar que "ya no es políticamente
autónoma" de China. También se decidió cerrar el consulado en Houston (Texas)
en un intento por combatir el robo de secretos comerciales y propiedad
intelectual. Y se hicieron denuncias públicas del Departamento de Estado norteamericano
acusando a China de querer construir una Fuerza Armada “de primer nivel
mundial” utilizando tecnología y conocimientos norteamericanos. Con Trump en el
poder, lo más probable es que Estados Unidos prosiga en esta línea de
enfrentamiento o incluso se acentué aún más.
Si
en cambio Joe Biden gana las elecciones, la relación entre ambos países sería
más conciliadora, aunque no menos confrontativa. Éste ha expresado su firmeza hacia
China para que deje de sustraer ilegalmente tecnología y propiedad intelectual.
También propone crear un frente con países aliados “para combatir la conducta abusiva
y las violaciones a los derechos humanos de China”. Aunque a la vez, plantea la
necesidad de cooperar en conjunto en aquellos asuntos comunes como cambio
climático, no proliferación de armas y seguridad de salud mundial. Temas que con
Trump ni siquiera coinciden.
Más
allá de cuestiones comerciales y tecnológicas, un dato no menor es la preocupación
de Biden por el debilitamiento de la democracia a nivel internacional. En un
artículo reciente publicado en Foreing Affairs Latinoamérica, éste propone organizar
una cumbre internacional que reúna a “todas las democracias del mundo para
fortalecer nuestras instituciones democráticas, confrontar de manera abierta a los
países en retroceso y forjar una agenda común”. Además agrega que dará prioridad
a impulsar nuevos compromisos en tres áreas: combate a la corrupción, defensa
contra el autoritarismo y fomento de los derechos humanos en el interior y el
exterior. Si bien su tono es mucho más amable que el de Trump, China está floja
de papeles en todos estos frentes.
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